domingo, 26 de julio de 2009

Apagadas están las luces

El pasado jueves 16 de julio recibí una invitación para ofrecer una charla dentro de un taller para perfeccionar guiones de largometraje de horror, convocado por el IMCINE y el Festival de Cine de Acapulco. Entre los conferencistas se encontraba mi amigo Rafael Aviña y los realizadores Rigoberto Castañeda, Gustavo Moheno y Julio César Estrada. Comparto con ustedes el texto que fue eje de mi disertación. El título del presente ensayo es un homenaje al cuento del escritor norteamericano Rychard Laymon, responsable de trasladar a la literatura los horrores del cine gore, y apareció en su versión original en la revista Tierra Adentro, en su número 141 (agosto-septiembre de 2006).



***


Apagadas están las luces
(Una apología al placer de ver cine de horror)
Roberto Coria Monter


Para Ana Luisa Campos, por el
placer de los temores que nos unen.




I
Una pareja de adolescentes se encuentra frente a la marquesina de un complejo de salas de cine. Durante varios minutos discuten qué película van a ver esa tarde. Ella prefiere una comedia romántica; él una historia de acción o misterio. Después de una larga discusión deciden, ella casi a regañadientes, comprar boletos para la cinta de horror del momento. Instalados en sus butacas, aún antes de que se apaguen las luces y comience la interminable sucesión de anuncios publicitarios, respiran una atmósfera inquietante que pronto se propaga entre todas las personas que los rodean. Han transcurrido varios minutos del metraje cuando hace una fugaz aparición el monstruo, en cuya grotesca efigie se condensan todos nuestros temores, y provoca en los espectadores una variedad de reacciones que van desde el sobresalto hasta el más espontáneo alarido –a veces sucedidos por una risa nerviosa, mecanismo inconsciente que alivia la tensión-. Esto se repite en varias ocasiones, en un angustiante crescendo, hasta que llega por fin el desenlace. El monstruo ha muerto. Sólo algunos de los protagonistas de la película han sobrevivido; también los espectadores. En el camino de regreso a casa, la pareja de jóvenes bromea sobre quién gritó o brincó más durante la proyección. Una vez que se han despedido, antes de entrar a su habitación, ella posiblemente encenderá la luz como una medida preventiva, pues tal vez el monstruo no ha muerto y se encuentra al acecho en la penumbra.

Esta es una escena que se repite cotidianamente alrededor del mundo. Se ha convertido experiencia común para muchos de nosotros. “El cine de horror, como género bien acotado en la industria cultural euroamericana, forma desde hace años parte integrante del folklore de la sociedad industrial, como lo forman también la música pop, las tiras de cómics, los seriales radiofónicos, el western o el strip-tease”, asegura Román Gubern.
Ya desde el primer espécimen de esta índole, Le manior du diable (Georges Méliès, 1896), la incipiente industria cinematográfica encontró en el horror un tema que despertaba el miedo y la fascinación de los espectadores. Con la magia que generaban las notas de un piano y las imágenes proyectadas sobre la pantalla, Méliès narraba en escasos nueve minutos la confrontación ancestral entre el bien y el mal: un murciélago entra a un antiguo castillo y se transforma en Mefistófeles (interpretado por el propio cineasta), quien usa un caldero para invocar a una hermosa mujer y a varias criaturas sobrenaturales. En el momento climático, un valiente hombre llega, con un crucifijo en la mano, y obliga a retroceder al demonio hasta que se desvanece.
¿Por qué nos gusta el cine de horror? ¿Por qué acudimos voluntariamente a una sala de cine para experimentar el miedo?
Según el diccionario, el miedo –del latín metus- es la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal, real o imaginario. “El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad”, escribió Howard Phillips Lovecraft. Gracias al miedo el hombre de las cavernas tejió innumerables interpretaciones fantásticas para explicar su aún desconocido entorno y aprendió a reaccionar ante el peligro para garantizar su supervivencia.
Psicólogos y médicos pueden explicar el miedo desde sus perspectivas. Hagamos una breve descripción fisiológica. Frente al miedo, la reacción del llamado lenguaje corporal es muy elocuente. Pese a que la reacción se inicia en el córtex cerebral, es el llamado cerebro primitivo, el más viejo evolutivamente hablando, el que toma el mando y prepara al cuerpo para defenderse o para huir. Luego vienen varias reacciones corporales: las pupilas se dilatan –para ver mejor, como el lobo que se comió a Caperucita-, la respiración se acelera –para dar al cuerpo más oxígeno y eliminar el anhídrido carbónico que produciría un trabajo muscular intenso-, el corazón late más rápido –para bombear más sangre y que el oxígeno llegue a los músculos para correr mejor, y al cerebro para agilizar sus procesos-, se paraliza la digestión –desviándose la sangre hacia otros órganos más útiles-, se incrementa la sudoración –que al evaporarse enfriará los músculos sobrecalentados-, los vellos se erizan –los músculos piloerectores intentan aumentar el volumen aparente del cuerpo, como sucede con los gatos- y el oído se agudiza –para percibir mejor la amenaza inminente-.
El miedo y el horror son conceptos con los que convivimos desde la infancia. Los cuentos de hadas -poblados por figuras amenazantes como brujas caníbales, ogros, hermanastras capaces de auto mutilar su cuerpo y lobos que devoran niñas- cumplen una función elemental en nuestra formación: nos enseñan a lidiar con temores primigenios como la soledad, el abandono, la pérdida de los padres o los cambios que experimenta nuestro cuerpo.
El cine de horror cumple una función social indispensable. Es una válvula de escape y una forma de evasión que nos permite experimentar, desde una posición segura, metáforas que hablan sobre las zonas oscuras del ser humano y sus manifestaciones. Hoy en día, en esta gran Ciudad de México, puede inspirarnos más miedo un asaltante armado frente a la ventanilla de nuestro automóvil que el más aterrorizante fantasma del cine.




II
Si analizamos la historia el cine de horror, encontraremos que sus periodos de máximo desarrollo y originalidad ocurren en momentos históricos terribles. El ascenso del Tercer Reich en Alemania enmarcó el nacimiento de la llamada corriente expresionista, que nos ofreció joyas como El Golem (Wegener, 1920), El Gabinete del doctor Caligari (Wiene, 1920) y Nosferatu: sinfonía de horror (Murnau, 1922). La Gran Depresión de 1929 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial fueron el escenario de la llamada Edad de Oro del cine de horror norteamericano, que tiene en películas como Drácula (Browning, 1931), Frankenstein (Whale, 1931), Freaks (Browning, 1932), El hombre invisible (Whale, 1933), La Novia de Frankenstein (Whale, 1935) y El hombre lobo (Waggner, 1941), algunos de sus mejores exponentes. El estallido de la bomba atómica marcó en Japón el nacimiento del subgénero llamado kaigu eiga (o de monstruos gigantes), que tiene en Godzilla (Honda, 1954) su obra canónica. La Guerra Fría y el anticomunismo inspiraron fábulas terribles como La Invasión de los secuestradores de cuerpos (Siegel, 1956). El miedo al poder las masas, a la sociedad de consumo y a la alienación se refleja en los zombis de La noche de los muertos vivientes (Romero, 1968). El reconocimiento del ser humano como un monstruo inspiró películas como Psicosis (Hitchcock, 1960), Blood Feast (Lewis, 1963), La masacre de Texas (Hooper, 1974), y marcó el nacimiento de un subgénero llamado gore, caracterizado por imágenes brutales y una abundancia de sangre que salpica incluso a la cámara. El bebé de Rosemary (Polanski, 1968) y El exorcista (Friedkin, 1973) son parábolas que nos recuerdan el miedo ancestral al Maligno y el terror a la pérdida del control de nuestro cuerpo. Freddy Krueger, Jason Voorhies y Michael Myers son vigilantes sanguinarios que advierten a la juventud desbocada -a punta de cuchillo y machete- sobre la moral y la sexualidad responsable en la era del VIH y las enfermedades de transmisión sexual. La globalización y el delirio por la tecnología están presentes en Ringu (Nakata, 1998), El teléfono (Ki-Ahn, 2002), Ju on: la maldición (Shimizu, 2003) y Una llamada perdida (Miike, 2003), y Están entre nosotros (Pisanthanakun y Wongpoom, 2004), se valen de la televisión y los teléfonos celulares para consumar su venganza, películas asiáticas que inyectan sangre nueva al género y nos demuestran que los fantasmas también pueden consumar su venganza a través de la televisión, los teléfonos celulares y las cámaras digitales.
La cultura fílmica del horror ha producido figuras emblemáticas que, para muchos, han sido protagonistas de nuestra primera educación sentimental. El rostro cadavérico de Lon Chaney como el músico desfigurado que mora los subterráneos de la ópera parisina, la mirada mesmerizante de Bela Lugosi, el horror y la compasión que inspira Boris Karloff como el monstruo de Frankenstein, el atormentado licántropo Larry Talbot encarnado por Lon Chaney, Jr., la sonrisa sardónica de Vincent Price, la inquietante presencia de Germán Robles, la energía malévola de Christopher Lee, pueden evocar algunos de los mejores momentos de nuestra infancia y juventud. Todos ellos son antecesores de una nueva generación de monstruos, asesinos, fantasmas y demonios que se ocultan tras máscaras de hockey, disfraces de halloween o usan machetes, sierras eléctricas y guantes con cuchillas en los dedos. Pero no debemos olvidar que el monstruo más abominable es el que puede vivir al lado de nuestra casa, el que se parece a usted o a mí.




III
Resulta irónico que en el panorama nacional de nuestros días, el cine de horror sea un género poco explorado y que el resultado de los escasos especímenes que sobre él se han filmado sea poco afortunado. Cuando, a pesar de sus enormes baches argumentales, defendí la reciente Kilómetro 31 (Rigoberto Castañeda, 2007) como un notable intento por inyectar nueva vida al cine de horror nacional, mi cofrade Francisco de León respondió con un tajante “ya basta de intentos”. Su desencanto –al cual me uní posteriormente- es justificable en muchos sentidos. Dar marcha a un proyecto cinematográfico en nuestro país es un auténtico viacrucis. Cuando el resultado se sustenta en una buena fotografía, deslumbrantes efectos especiales y una buena puesta en escena y no en una historia sólida con personajes bien delineados, la desilusión es inminente. Un ejemplo de cine de horror bien realizado, con el mínimo de recursos, es la española [REC] (Plaza y Balagueró, 2007). Este experimento emplea la movilidad natural de la cámara y actores desconocidos para dotar de verosimilitud periodística a un drama de supervivencia mil veces narrado.
Pero volvamos a México. Desde una de las primeras cintas del tema, El fantasma del convento (Fernando de Fuentes, 1934), hasta la muy notable El escapulario (Servando González, 1966), algunos cineastas decidieron cimentar sus tramas en la enorme tradición sobrenatural del imaginario popular mexicano. Cosa apuesta ocurre con la ya mencionada Kilómetro 31, una fusión de mitos nacionales –la Llorona, concretamente- y convenciones del cine de horror oriental. La falla de esta última fue el éxito de El Vampiro (Fernando Méndez, 1957), matrimonio perfecto de la estética de la era de oro del cine norteamericano y el cine rural de nuestro país. Irónicamente, Kilómetro 31 se convirtió en un éxito de taquilla.
Hasta el viento tiene miedo (Gustavo Moheno, 2007) y El libro de Piedra (Julio César Estrada, 2009) son dos intentos por traer a las nuevas generaciones las obras seminales de Carlos Enrique Taboada, el principal artífice del cine de horror nacional de las décadas de los sesenta y setenta y uno de los más devotos artesanos del género. Si bien los argumentos de Taboada no derrochaban perfección y originalidad, el efecto en la memoria del espectador es contundente. Quienes vimos estas obras en nuestra infancia recordamos secuencias como donde Andrea –el fantasma que clama justicia- se posesiona del cuerpo de Alicia Bonet cuando ésta toca el piano y vemos proyectada la sombra de la primera, o la de Hugo –el niño fantasma- reflejándose juguetona y malévolamente a espalda de Norma Lazareno.
Muchos estudiosos sostienen que las convenciones establecidas por el cine fantástico norteamericano y asiático –los principales modelos de las nuevas generaciones de artesanos del horror nacional- se han agotado. Algunas de las cintas contemporáneas más propositivas del tema provienen de Europa, de la España de la ya citada [REC] o de Suecia con su Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008), una de las mejores cintas de vampiros en los últimos 20 años.




IV
Si éste es un taller para perfeccionar guión de largometraje de horror, ¿en dónde se encuentra pues la fórmula para que nuestro esfuerzo obtenga un óptimo resultado? El relato de horror, como afirmaba Edgar Allan Poe (1809-1849), debe apostar por la brevedad y el impacto, aunque como advertía Montague Summers (1880-1948) –compilador de memorables antologías sobre fantasmas- “haciendo a un lado las más grandes obras maestras de la literatura, no hay nada más difícil que producir que un cuento de fantasmas de primera clase”. Escribir un buen relato de horror es pues tan delicado como concebir un poema de amor. El éxito se logra al utilizar adecuada e innovadoramente las convenciones del género, cuando el autor es capaz de ensamblar dichos elementos, capturar la imaginación del lector y sorprenderlo. Montague Rhode James (1862-1936), artífice del ghost story victoriano, remarcaba la importancia de crear un ambiente donde la irrupción de lo extraño en nuestro plano existencial cree el efecto más estridente posible en la psique del protagonista y del espectador. Edgar Allan Poe, cuyo bicentenario de su natalicio celebramos este año, no solo fundó una nueva manera de pensar y sentir, sino creó la novela policíaca, una revolucionaria teoría poética y cuentos que basan su emoción en el corazón y sus fantasmas. Su cuento El gato negro (1843) es un espléndido ejemplo de esta capacidad de estremecimiento:
“¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!”.


Otra posibilidad es mirar a nuestro alrededor. No debemos esmerarnos mucho para encontrar el horror a la vuelta de la esquina. El arte imita a la realidad, aunque ésta rebasa a la ficción. George Bernard Shaw dijo alguna vez que la diferencia entre el artista y el homicida residía en que el primero es reconocido en su momento más brillante, mientras el segundo en el más bajo. Casos lamentables como el de la multihomicida Juana Barraza Samperio, bautizada por los medios de comunicación como la mataviejitas, o el de José Luis Calva Zepeda, apodado el poeta caníbal, han atraído nuestra atención hacia un fenómeno poco ocurrente en nuestro país pero de enorme trascendencia por sus implicaciones sociales, legales y científicas: el asesinato serial. Las novelas, películas, series de televisión, historietas y videojuegos sobre asesinos en serie han conseguido constituir, como asegura Rafael Aviña, todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones el gore y el splatter, e incluso de la pornografía. “El bien no hace gran literatura, tampoco ocupa las primeras planas de los periódicos”, afirmó Vicente Quirarte. El asesino británico George John Haig es mejor recordado como el vampiro de Londres o el asesino de los baños de ácido. Pagó sus crímenes con su propia vida en el año de 1949. Antes de acudir al patíbulo, escribió para la posteridad una detallada narración de las atrocidades que cometió. Nos demuestra, como dijo un célebre psicópata, que la locura es igual que la gravedad. Sólo necesita un pequeño empujón:
¿Comprenden ahora lo que pudo sucederle al joven Swan, cuando se encontró a solas conmigo, en aquella tarde de otoño? Lo desmayé con la pata de una mesa, o con un pedazo de caño, ya no lo recuerdo exactamente. Y después le corté la garganta con un cortapluma.
Procuré beber su sangre, pero no era nada fácil. Aún no sabía bien qué sistema usar. Le tuve sobre el lavamanos, y traté de recoger de algún modo el líquido rojo. Al fin, me parece que resolví sorberlo directamente de la herida, con un sentimiento de profunda satisfacción.
Cuando me aparté, sentí espanto ante la presencia de aquel cadáver. No tenía remordimientos. Sólo me preguntaba qué podía hacer para deshacerme de él. De súbito se me ocurrió un buen método. Tenía en mi laboratorio una gran cantidad de ácidos, sulfúrico y clorhídrico, que me servían para atacar los metales. Sabía bastante de química para estar enterado de que el cuerpo humano está compuesto en su mayor parte, de agua. Y el ácido sulfúrico es muy ávido de agua.


La mejor forma de causar horror es cuando éste se encuentra a nuestro lado sin que nos percatemos, en situaciones perfectamente normales y cotidianas. La técnica de un maestro del género como el ya mencionado M. R. James consistía en ambientar sus historias en ambientes domésticos, desde el punto de vista racional y escéptico del personaje –que asumimos como el nuestro- para sorprenderlo –sorprendernos- súbitamente. Así, los ruidos más inocentes y familiares pueden alterarnos. En su cuento La mosca de la cabeza blanca (1957) el escritor británico George Langelaan describe el horror que experimenta Francois Delambre:
“Siempre me han dado horror los timbres. Incluso durante el día, cuando trabajo en el despacho, contesto el teléfono con cierto malestar. Pero por la noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el aparato”.
No se duerman en el metro, cuento del escritor mexicano Mario Méndez Acosta, advierte sobre los peligros de tomar el metro de nuestra capital a muy altas horas de la noche:
“Y en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal.
Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.


No olvidemos la vertiente de la literatura que Borges denominó “poema conjetural”, un juego de la imaginación que complementa eventos históricamente documentados. Debemos al dramaturgo inglés Alan Knee la obra de teatro The man who was Peter Pan, donde conjetura sobre los eventos que llevaron a James Mathew Barrie a crear a su más célebre personaje. En la obra Quills , el norteamericano Doug Wright propone un recuento de los últimos años de Donatien Alphonse François, Marqués de Sade. En nuestra dramaturgia brilla El fantasma del hotel Alsace, donde Vicente Quirarte ofrece una descripción de los días que precedieron la muerte física de Oscar Wilde, o El estrangulador de Tacuba, donde el recientemente desaparecido Víctor Hugo Rascón Banda narra los crímenes de Gregorio Cárdenas Hernández, el asesino serial mexicano por excelencia. Otra posibilidad es la intertextualidad, narrar lo no contado por autores indispensables de nuestra formación sentimental. El poblano José Luis Zárate plantea en su novela La ruta del hielo y la sal los eventos descritos escuetamente por el irlandés Bram Stoker en Drácula –el viaje de Varna a Whitby del navío Demeter- sin siquiera nombrar al malvado protagonista de esta última.



V
El espectador del cine de horror, el auténtico diletante de esta forma de arte, es por lo general un ser incomprendido y rechazado, como muchos de sus monstruosos personajes. Las continuas letanías que escupen sus madres a mis alumnos en los diferentes cursos que he impartido sobre este tema incluyen preguntas como ¿para qué vas a ver esas cosas tan horribles?, ¿por qué no puedes ser como la gente normal? Y suelen culminar con la advertencia ¡Te va a castigar Dios! Mucho del placer que obtenemos al ver cine de horror también tiene que ver con la curiosidad natural y el morbo que nos provoca la violencia y la sangre. Este fenómeno es similar al que ocurre todas las mañanas cuando nos detenemos frente al expendio de periódicos y contemplamos la primera plana de un diario que muestra la fotografía de un asesinato. Esto no implica necesariamente ningún tipo de conducta patológica o desviación. Desde su aparición en el planeta, el hombre ha atribuido numerosos significados a la sangre, el fluido vital que está presente en el alumbramiento y la menstruación de la mujer, cuya ausencia significa la muerte. Su color atrapa nuestra atención y nos invita a observarla. Sea en la vida real o en la sala de cine, no podemos evitar mirar de reojo un hecho espeluznante, por más que nos atemorice o nos repugne.
El horror, sin importar su rostro, trata sobre la irrupción de un elemento ajeno –o siniestro, según Sigmund Freud- en la existencia doméstica. Ésta intrusión no tiene que ser obligatoriamente de carácter sobrenatural. Si miramos a nuestro alrededor podremos advertir que el miedo y el horror están en todas partes: en los titulares de los periódicos sensacionalistas, en la mirada vacía de los niños de la calle, en el campo de batalla, en los animales que maltratamos sin misericordia, en nuestras ambiciones secretas, en nuestras pesadillas. Es parte de nuestra existencia. Debido a esta familiaridad, y con el paso del tiempo, hemos aprendido a convivir con estas emociones, e incluso a disfrutarlas. El cine de horror es la mejor muestra de ello.
Para finalizar recordemos las palabras de Clive Barker, padre de algunos de los más inquietantes monstruos cinematográficos de nuestra era: “el horror es un salto de fe e imaginación a un mundo dominado por el subconsciente, es una llamada para entrar a un territorio donde ningún acto o imagen es censurable al grado que nos impida explorarlo. ¿Por qué susurrar su nombre? Abracémoslo”.


Bibliografía.
  1. Agrasánchez, Rogelio. Mexican horror cinema. Agrasánchez Film Archive, Texas. 1999.
  2. Aviña, Rafael. Grandes crímenes: de la nota roja a la pantalla grande. Times editores, México. 1993.
  3. Gubern, Román. Las raíces el miedo. Antropología del cine de horror. Tusquets Editores, Barcelona. 1979.
  4. Jones, Stephen. Clive Barker´s A-Z of horror. Harper Prism, Nueva York. 1996.
  5. Lardín, Rubén. Las diez caras del miedo. Midons editores, Valencia. 1996.
  6. Lovecraft, Howard Phillips. El horror sobrenatural en la literatura. Fontamara, México. 1995.
  7. Quirarte, Vicente. Del monstruo considerado como una de las bellas artes. Paidós, México. 2006.
  8. Skaal, David J. The monster show. A cultural history of horror. Faber and Faber, Nueva York. 1993.
  9. Valencia, Manuel. Guillot, Eduardo. Sangre, sudor y vísceras. Historia del cine Gore. Ediciones La Máscara, Valencia. 1996.

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