lunes, 22 de noviembre de 2010

Recuperar la magia

“Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre”.
Profesora Minerva McGonagall, Harry Potter y la piedra filosofal.

La aparición de un nuevo relato de Charles Dickens, durante la Inglaterra victoriana, se convertía en un auténtico fenómeno editorial. Según diversos recuentos, la gente permanecía formada horas enteras para hacerse de la más reciente obra del celebrado autor. Lo mismo sucedió con Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde. Pocos han sido los escritores capaces de capturar la atención de la gente a esta escala, a nivel mundial. Los que vivimos en esta época tenemos a J.K. Rowling, creadora del popular Harry Potter. La magnitud del interés de los jóvenes por este mago es insólita en el panorama contemporáneo. Antecede a otros fenómenos de enorme impacto comercial, como los vampiros de Stephanie Meyer. Una popular cadena de librerías de esta ciudad, la que inicia con G y termina en andhi –para evitar comerciales-, organizó una venta nocturna, lecturas, talleres, y demás actividades en la víspera del lanzamiento en español de la última entrega de la saga, Harry Potter y las reliquias de la muerte. Lo mismo ocurrió en diversas partes del mundo, con asistentes disfrazados como los personajes del libro, parodiado incluso por la familia Simpson. Desde el tercer libro prefiero las ediciones en inglés de Scholastik por las estupendas ilustraciones de Mary GrandPre.
El alcance sociológico y mediático que Harry Potter ha alcanzado es inédito. “Harry superará la prueba del tiempo y permanecerá en el estante donde sólo se guardan los mejores. Estará junto a Alicia, Huck, Frodo y Dorothy”, piensa Stephen King. En el año 2004, el centro cultural Leer y escribir, con mi querido Enrique Alfaro Llarena a la cabeza, me pidió impartir el curso Un mundo de magia y mitología: introducción al universo fantástico de Harry Potter. Lo mejor de la experiencia fue que las jóvenes participantes –todas mujeres, curiosamente- eran conocedoras de la mitología clásica, las leyendas artúricas y asiduas lectoras de J.R.R. Tolkien y Michael Ende.
La calidad de la aportación de la señora Rowling ha dividido a la comunidad literaria. Yo, como Fernando Savater, creo que es valiosa. “El verdadero acto mágico, el auténtico milagro lo ha llevado a cabo el aprendiz de brujo Harry Potter. En esta sociedad audiovisual en la que, según algunos, los niños y los jóvenes ya se han olvidado de leer, ha despertado la vieja pasión en miles de neófitos”, dijo el autor de Criaturas del aire. Sus adaptaciones cinematográficas no han escapado de la crítica negativa –la del Vaticano es hilarante-. Hoy mismo la primera parte del desenlace de la historia acapara las salas de cine alrededor del mundo. De las películas debemos recordar que su intención es comercial: lucran con el fenómeno y lo complementan, son parte de un gran aparato de marketing. En lo personal las he seguido de cerca y disfrutado. Vi la más reciente la noche del miércoles, gracias al entusiasmo y generosidad de mi prima Nandyeli. Son cintas sin pretensiones artísticas ni académicas, con altísimos niveles de producción y un reparto completamente británico. Me recuerdan el poder de la palabra: J.K. Rowling dio, en todas, el visto bueno sobre la producción, el diseño de arte, actores y directores. Impidió que Steven Spielberg se posesionara de la historia, con Haley Joel Osment –el niño de Sexto sentido- como el personaje protagónico. Muchos creen que el relato se ha vuelto gradualmente más oscuro y pesimista. Esto es inevitable. Harry ha crecido junto con sus primeros lectores –como el vocabulario que emplea la señora Rowling-. También sus preocupaciones e inquietudes. Ya no está instalado en ese idílico y plácido territorio llamado infancia.
En una época donde la lectura no es un artículo de canasta básica, y donde la literatura compite con los videojuegos, el Internet y los mensajes de texto, es reconfortante que un personaje devuelva a las nuevas generaciones el deseo de leer. Sobre el mago, el Suplemento Literario del New York Times dijo en su momento, “estos libros no son inofensivos; si son peligrosos es porque la lectura hace pensar a los niños”.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Temporada de zombis

“La muerte tiene la capacidad de aislarnos de los demás”, asegura uno de los protagonistas de Descansa en paz (Espasa, 2010), la más reciente obra del escritor sueco John Alvidje Lindqvist. Su mejor tarjeta de presentación es la novela Déjame entrar (Espasa, 2009), una inteligente y vigorosa revisión al tema del vampiro, indispensable en un momento dominado por infames sagas –su traslación al celuloide es igualmente brillante-. En esta ocasión hace al zombi lo que en su momento a los bebedores de sangre. El libro es notable porque la literatura ha dedicado al zombi poca atención. Debemos al cine que haya prosperado. Gracias a docenas de películas memorables conocemos bien el escenario donde se desarrolla la trama: los muertos se reaniman, por circunstancias no aclaradas, en hospitales y cementerios de Estocolmo. Las autoridades –como sucedió en estas latitudes con la influenza AH1N1- no manejan la situación como la sociedad espera. Le sigue a esto un drama que, más que exhibir a un grupo de hombres luchando por su vida, nos habla de la incapacidad humana para enfrentar la pérdida, con algunas escenas capaces de estremecer al lector. Al menos así me sentí cuando Anna y Gustav intentaron rehidratar al pequeño Elías, muerto meses atrás, víctima de los estragos del sepulcro.
Siempre he confesado que los zombis son los monstruos que más me asustan. Poseen una especial vigencia en esta sociedad deshumanizada, devorada por el consumo y la enajenación, presa de la paranoia por las enfermedades infectocontagiosas. Tal vez por eso se han convertido en una presencia constante en mi andar, desde la muy reciente Zombi walk –celebrada en muchas ciudades del país, con sorprendente poder de convocatoria -, el estreno de la serie de televisión The walking dead –que tuve el privilegio de ver en el festival Mórbido- y la emisión del jueves pasado del programa radiofónico Carpe Noctem.
De The walking dead, basada en la serie de historietas de Robert Kirkman, Tony Moore y Charlie Adlard, y dirigida con habilidad por Frank Darabont –el mismo de Milagros inesperados y Sueño de fuga, sólo puedo expresar mi mayor agrado. La historia nos resulta inevitablemente familiar: un asistente del sheriff del poblado de King County (Andrew Lincoln) es lesionado durante un tiroteo y cae en estado de coma. Despierta en un hospital desolado, con huellas de violencia, una sala cerrada con candados y la advertencia “Muertos adentro. No entrar”. Regresa a su casa en busca de su esposa e hijo, pero éstos –al igual que toda la comunidad- han desaparecido. Se encuentra con unos sobrevivientes –padre e hijo- que lo ponen al tanto de la situación: los muertos han despertado y prácticamente doblegado al país. Contra los consejos de sus rescatadores, toma cuantas armas puede de su antiguo trabajo y emprende el viaje a la ciudad, en busca de sus seres amados. “Evítalos en grandes grupos”, le dijeron sobre los “caminantes”. Pronto comprende –a la mala- cuánta razón tenían. En su segundo episodio –serán seis, según me enteré- descubrimos que la tragedia es resorte de las más nobles y heroicas acciones de las que es capaz el hombre –recordemos los sismos de 1985-. También las más viles, y ello lo prueba la participación especial de Michael Rooker, famoso por encarnar en el pasado al asesino serial Henry Lee Lucas. En estos primeros capítulos aprendimos que los zombis se alimentan también de animales –pobre caballito- y una forma de evitar ser reconocidos por ellos es desmembrar a uno y embadurnarnos con su sangre y entrañas putrefactas, como lo hicieron los desesperados científicos de Mimic (Guillermo del Toro, 1997) para engañar a esas cucarachas superdesarrolladas.
El furor zombi –también podemos llamarlo zombimanía- está muy lejos de terminar. Se han anunciado secuelas de Tierra de zombis (Zombieland, Ruben Fleischer, 2009), Exterminio (28 days later, Danny Boyle, 2002) y una adaptación de Guerra Mundial Z, novela de Max Brooks –autor de la indispensable Guía de sobrevivencia zombi- que será estelarizada por Brad Pitt. Contra lo que estas historias vaticinan, el futuro es promisorio.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Bitácora de viaje, segunda de dos partes.

Menos sutiles han sido otros asesinos que el cine de horror ha creado, representantes del género y auténticos mitos contemporáneos que han privado del sueño a más de una persona. “Uno de los acontecimientos más importantes el cine de los ochenta fue la proliferación de un subgénero que se abría paso entre charcos de sangre, despellejamientos y tripas al descubierto: el cine de horror gore y su versión splatter”, recuerda Rafael Aviña. Estos nuevos monstruos se mueven entre lo real y lo sobrenatural, advierten a la juventud desbocada –a punta de cuchillo y machete- sobre la moral y la sexualidad responsable en la era del VIH y las enfermedades de transmisión sexual, pero sobre todo representan la suma de nuestros miedos más elementales de la infacia –a la noche, a lo diferente, a quedarnos solos en una habitación a oscuras-. El claro precursor de esta deliciosa galería de personajes, el sanguinario Michael Myers, nació en el verano de 1978 gracias a la imaginación de John Carpenter y Debra Hill. Todos conocemos su historia: de niño toma –sin razón aparente- un cuchillo y masacra a su hermana mayor con un cuchillo carnicero la noche de Halloween. Años después escapa de la institución mental donde fue confinado y obedece el llamado de la sangre. En el libreto –originalmente titulado The babysitter murders- los autores se refieren al personaje como “The shape”. Michael Myers y sus herederos se convirtieron no sólo en espléndidas alegorías de la represión sexual, sino en presencias indestructibles, tanto en el celuloide como en el imaginario popular. Esto lo refuerza la fatal afirmación del pequeño Tommy: “tú no puedes matar al coco”.
En complemento está el caso de Jason Voorhees, víctima convertido en un imponente asesino sobrenatural que usaba una máscara de hockey –desde la tercera parte de la serie-, astro de la kilométrica saga de Viernes 13, que vio por primera vez la oscuridad de la sala de cine en 1980 –en México con el título Martes 13-, bajo la dirección de Sean S. Cunningham. Muchos vieron –y siguen viendo- en Jason una copia de Michael Myers. “Concebida como un plagio del Halloween de Carpenter, la pegajosa serie […] se convirtió en un hito del horror gore de bajo presupuesto con adolescentes de por medio”, insiste Rafael Aviña. “Sin embargo, lo más destacable fue sin duda, la aportación y el estrellato definitivo de Tom Savini, maquillador y creador de los más repugnantes efectos de destripamientos, mutilaciones y demás parafernalia splatter”.
El heredero incuestionable de estos homicidas –o al menos el más meritorio- es el asesino de Scream (1996), de Wes Craven. La película es de hecho una inteligente deconstrucción de este subgénero del cine de horror, con una protagonista (Drew Barrymore) despachada en los primeros minutos de la cinta (como Janeth Leigh en Psicosis), múltiples sospechosos, un asesino vicioso con cuchillo en mano y mucha, mucha sangre. La historia de Craven –a la que inicialmente iba a titular Scary movie- introduce a una de las figuras más emblemáticas del cine de horror de finales del siglo pasado: la del asesino con túnica negra y una máscara que nos recuerda a la pintura El Grito del artista noruego Edvard Munch.
El triunvirato sanguinario ha renacido en los últimos años –signo de agotamiento de la industria hollywoodense para muchos-, con desiguales resultados. Leatherface tuvo una fortuna aceptable de la mano de Marcus Niespel, al igual que Michael Myers –con su actualización a cargo de Rob Zombie en 2007-. En cambio, es infausto el regreso a la vida de Jason –irónicamente a cargo del mismo Niespel-. La película es el mejor ejemplo de la trivialización de un monstruo clásico, infestada de jóvenes actores de televisión y un argumento que si bien era promisorio –incluir como una suerte de prólogo a la desquiciada señora Voorhees fue un acierto- termina por agotar y decepcionar al diletante del cine de horror. El nuevo Jason se convirtió en un asesino incongruente y predecible que mantenía cautivas a algunas de sus víctimas –por motivos que aún ignoro- en su intrincada madriguera secreta. Su espíritu original era liquidarlas en el momento, sin la menor contemplación, y seguir adelante en busca de un nuevo cordero de sacrificio. Era una máquina de matar. Eso lo definía. De la serie Scream es inminente una nueva entrega, seguramente movida –como otras cintas- por la nostalgia y porque demostró ser un producto económicamente redituable. Mis expectativas son altas. Sólo nos queda esperar.
De sus incontables homenajes, clones, plagios y otros sacrilegios –el psicópata con máscara de lechuza en Aquarius (Michelle Soavi, 1986), el Pescador de Sé lo que hicieron el verano pasado (1997), el asesino de Leyenda Urbana (1998) o El coleccionista (2009)-, no digamos nada.

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Algunos monstruos, como los vampiros –hoy tan de moda por voraces y desafortunadas sagas-, también usan máscaras. Y no como la que portó el Conde Drácula (Richard Roxburg) en ese baile en Van Helsing (Sommers, 2004). En el juego de rol que creó Mark Rein Hagen, Vampire, the masquerade, los seductores monstruos aparecen ante la sociedad como empresarios y dueños de medios de comunicación, disfraz que data de la época de la Inquisición y usan para pasar inadvertidos ante la raza humana. “La fuerza del vampiro radica en que nadie cree en él”, dijo un sabio. Y uno de los monstruos de Rein Hagen lo complementó: “Hemos pasado 5 siglos escenificando la que llamamos La Mascarada para ocultarnos de ustedes, pero al final todo se reduce a algo muy simple: los vampiros no queremos que los mortales sepan que estamos entre ustedes, del mismo modo que el lobo no desea que el cordero sepa que está merodeándolo”. En esta historia el crimen más penado para un vampiro es revelar este secreto, la base de su estructura social. Cosa similar sucede en Blade (Norrington, 1998), donde los vampiros han celebrado un pacto secreto con la clase política humana para coexistir “civilizadamente”. “Están en todas partes. Ellos controlan a la policía”, advierte el mentor del héroe a la damisela en desgracia. Pero el vampiro será objeto de veneración de una futura emisión de Mórbido.

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El uso de las máscaras es un recurso frecuente del cine de horror y se sustenta en uno de los miedos más elementales: tememos lo que no vemos. Escuché hace muy poco que “los muros y las máscaras que hay que llevar, junto con la mentiras, son la raíz del mal que padece nuestra sociedad”. Así como el mal, las máscaras son una constante de la especie humana. Todos las usamos, de una u otra forma. ¿Qué hay detrás de la tuya?

Bibliografía

1. Aviña, Rafael. El cine de la paranoia. Times editores, México. 1999.
2. Clekley, Hervey. The Mask of Sanity: An Attempt to Clarify Some Issues About the So-Called Psychopathic Personality. Mosby Co. Georgia, 1988.
3. Douglas, John. Mindhunter: Inside the FBI's Elite Serial Crime Unit. Pocket books, Nueva York. 1996.
4. Gubern, Román. Máscaras de la ficción. Anagrama, Barcelona. 2002.
5. Jones, Stephen. Clive Barker´s A-Z of horror. Harper Prism, Nueva York. 1996.
6. Lardín, Rubén. Las diez caras del miedo. Midons editores, Valencia. 1996.
7. Plaza, Francisco. Asesinos de cine. Midons editores, Valencia. 1998.
8. Rein Hagen, Mark. Vampire,the masquerade. White Wolf Publising, California. 1998.
9. Ressler, Robert. Whoever Fights Monsters: My twenty years tracking serial killers for the FBI. St. Martin's Paperbacks, Nueva York. 1993.
10. -------------------. I Have Lived in the Monster: Inside the minds of the world's most notorious serial killers. St. Martin's True Crime Library, Nueva York. 1998.
11. Schechter, Harold. The A to Z encyclopedia of serial killers. Pocket books, Nueva York. 2001.
12. Valencia, Manuel. Guillot, Eduardo. Sangre, sudor y vísceras. Historia del cine Gore. Ediciones La Máscara, Valencia. 1996.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Bitácora de viaje, primera de dos partes.

La tarde del pasado 30 de octubre ofrecí una plática en la tercera emisión de Mórbido en el espacio conocido como La Cofradía, en el pueblo mágico de Tlalpujahua, Michoacán. Antes de comenzar rendí honor -o debo decir, horror- a quien honos merece: a Pablo Guisa Koestinger, a Miguel Ángel Marín, a Karyna Martínez, a Abraham Castillo, a Antonio Camarillo, a Andrea Quiroz, a Laura Rojas y a todo el estupendo staff del Festival por sus atenciones y por mentener vivo un espacio tan necesario en una época dominada por un horror que rebasa en de la oscuridad del cine. He aquí, en dos partes, lo que preparé para esa ocasión.

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Máscaras de sanidad y otros horrores
Tercer Festival Mórbido, Tlalpujahua, Michoacán
Roberto Coria

Para Ana Luisa Campos y Casandra Vicario,
que tanto gozan del miedo que provocan las máscaras.

¿A quién le importa el tipo de los sueños? El psicópata de la máscara de hockey es real.
--Linderman en Freddy vs. Jason (2003)


En un momento del metraje de la reelaboración para el nuevo milenio de La masacre de Texas (Niespel, 2005), el enorme asesino conocido como Leatherface fabrica una máscara con la piel de su víctima anterior. Cuando ha terminado, retira de su cabeza la máscara que usaba previamente para colocarse la nueva. Antes de ello observamos su tétrico rostro grisáceo, carcomido por una enfermedad de la piel. Esta exhibición fue severamente criticada por los aficionados de la cinta original. En ella, dirigida por Tobe Hooper en 1974, el homicida jamás muestra su cara. Y tal vez eso –y no su sierra de cadena- sea lo más aterrador. Para Hooper el mal no tiene rostro, adopta el del fruto de sus apetitos. El estudioso del horror sabe que la vocación costurera de Leatherface está inspirada en la del granjero Edward Theodore Gein, quien en 1957 conmocionó a la sociedad estadounidense tras ser expuesta su carrera como sastre, necrófilo y homicida. Gein sirvió de ejemplo también para que el escritor Robert Bloch escribiera su emblemática novela Psicosis –magistralmente llevada a la pantalla grande por Alfred Hitchcock- y para que Thomas Harris modelara al personaje de James Gumb, asesino serial y modista de medio tiempo, en su novela El silencio de los corderos, trasladada con maestría a la gran pantalla por Jonathan Demme en 1991.














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“El que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser”, aseguraba Octavio Paz en El laberinto de la soledad. La máscara, en primera instancia, oculta la identidad y le ofrece anonimato y cierta libertad a quien la porta. Se han utilizado desde la antigüedad con propósitos ceremoniales y prácticos. Su raíz etimológica más inmediata proviene de la palabra francesa masque o de la italiana maschera, aunque puede remontarse a la expresión latina mascus. Su uso ceremonial data del antiguo Egipto, a Grecia, a Roma, a las culturas africanas y mesoamericanas. Los caballeros del medioevo contendían cubiertos tras ellas. El teatro clásico las emplea con fines lúdicos: dos máscaras –una sonriente y otra que llora- lo representan. Edgar Allan Poe (en 1842) le dio a la Muerte una máscara que semejaba “el semblante de un cadáver ya rígido”. Se les colocaban a los condenados para humillarlos públicamente, como dispositivo de tortura o punitivo corporal. Los verdugos la usan para cumplir una cuestionable forma de justicia. Se les realiza a algunos cadáveres recientes para asentar un registro permanente de su aspecto al sobrevenirle la muerte. Las usa el delincuente para evitar ser reconocido durante un robo. Han salvado la vida de los soldados en el campo de batalla. Están presentes en los cruceros, para divertirnos y recordarnos nuestra miseria y la corrupción de la clase política. Fueron –los cubrebocas- un elemento cotidiano durante la reciente epidemia de influenza. Pero posee incontables connotaciones, generalmente asociadas con el deseo del portador de asumir la identidad de otra persona, con los propósitos más variados. Por ejemplo, el Estado de Michoacán es reconocido internacionalmente por la tradicional “danza de los viejitos”. Doña Canda, una distinguida originaria del vecino pueblo de Ocuilán de Arteaga, recuerda que en la época de la Revolución, se untaba el rostro de las mujeres jóvenes con el agua donde cocían el nixtamal para que se arrugaran y lucieran poco atractivas y avejentadas para los bandoleros que acostumbraban robárselas. Oscar Wilde pensaba que “una máscara dice más que una cara”. Y a veces es muy cierto.

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Como la máscara y sus representaciones en el cine de fantasía y horror es el protagonista de esta tercera emisión de Mórbido, y tal como observamos en su cartel promocional, debemos hacer un paréntesis para recordar el cine mexicano de luchadores, esas aventuras filmadas con “presupuestos irrisorios e historias tan ingenuas como delirantes” que lograron dar un carácter mítico a máscaras como las de El Huracán Ramírez, Blue Demon, Mil Máscaras, y la más admirable de todo el género, la de Rodolfo Guzmán Huerta, mejor conocido como El Santo, con una filmografía de 54 películas que ahora mismo descansan, en palabras de José Xavier Návar, “en el Olimpo del Pancracio fílmico”. A Návar, cinéfago voraz, debemos eruditos y lúdicos estudios sobre estos colosos cinematográficos. “Como todo género, el Cine de Luchadores tuvo un nacimiento convulso a principios de los cincuenta en el eterno devenir entre el bien y el mal cotizando tanto a enmascarados que actuaban sin ser actores, como a histriones que luchaban sin casi saber qué era un candado asesino o unas patadas a la filomena”, asegura el investigador. Y precisamente la máscara es herramienta para la resolución de ese ancestral conflicto –el del bien contra el mal-. “Muchos aventureros de la cultura popular han basado su atractivo en una doble personalidad secreta y contradictoria, como héroes bifrontes que parecen un eco de la imagen del dios Jano, que los romanos representaban siempre con dos caras opuestas”, recuerda el comunicólogo español Román Gubern. Esa dualidad produjo mitos basados en la doble identidad secreta, desde el Pimpinela Escarlata de la baronesa Emmuska Orczy hasta el justiciero enmascarado conocido como El Zorro, creación de Johnston McCulley, que bien puede considerarse como el antecedente de superhéroes que tienen en El Fantasma, de Lee Falk, en el Hombre Araña, de Stan Lee y Steve Ditko, en el anarquista enmascarado conocido como V, de Alan Moore y David Lloyd, en Rorschach, de Alan Moore y Dave Gibbons y en, mi favorito particular, Batman, de Bob Kane y Bill Finger, a algunos de sus más brillantes representantes. Deliberadamente omito al todopoderoso Supermán, creación de Joe Shuster y Jerry Siegel, porque él no porta una máscara –físicamente-. Pero, como acertadamente advierte el asesino Bill (David Carradine) en el segundo volumen del díptico dirigido por Quentin Tarantino, “Supermán no necesita una máscara. Clark Kent es su verdadero disfraz, con su actitud tímida, su traje de tres piezas y sus anteojos. Su verdadera identidad es la del héroe. Incluso su capa es la manta que lo arropó en su viaje a la tierra”. Con la protección de sus personalidades secretas los héroes pueden realizar las acciones más nobles y arriesgadas. Porque su heroísmo los coloca –a ellos y sus seres amados- en posiciones peligrosas. La máscara los protege. La máscara los hace libres.

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Esta liberación no siempre es constructiva. En 1941 el psiquiatra estadounidense Hervey Milton Cleckley (1903-1984) acuñó el término “máscara de sanidad” para designar al disfraz que portan los psicópatas –o personas con trastorno antisocial de la personalidad- para aparentar normalidad y ser funcionales ante la sociedad. Clekley observó en ellos 16 signos inequívocos para identificarlos, que deben ser persistentes y no ocasionales:

1. Inexistencia de alucinaciones u otras manifestaciones de pensamiento irracional.
2. Ausencia de nerviosismo o de manifestaciones neuróticas.
3. Encanto externo y notable inteligencia.
4. Egocentrismo patológico e incapacidad de amar.
5. Gran pobreza de reacciones afectivas básicas.
6. Vida sexual impersonal, trivial y poco integrada.
7. Falta de sentimientos de culpa y de vergüenza.

8. Indigno de confianza.
9. Mentiras e hipocresía.
10. Pérdida específica de la intuición.
11. Incapacidad para seguir cualquier plan de vida.
12. Conducta antisocial sin aparente remordimiento.
13. Amenazas de suicidio raramente cumplidas.
14. Razonamiento insuficiente o falta de capacidad para aprender la experiencia vivida.
15. Irresponsabilidad en las relaciones interpersonales.
16. Comportamiento fantástico y poco regulable en el consumo de alcohol y drogas.

Los individuos que usan la máscara de sanidad que identifica Clekley no sufren pues una deformidad física, como aseguraba Cesare Lombroso (1835-1909) un siglo atrás, sino mental. Quienes cruzan la fina línea hacia el homicidio, denominados asesinos en serie, “no tienen moral ni escrúpulos. Su conciencia está muerta”, afirmó Richard Ramírez, bautizado por los medios como “el merodeador nocturno” por sus hábitos depredadores. Pero el aspecto del asesino serial no tiene que ser atemorizante, como el de Ramírez, con su mirada vacía, su sonrisa burlona y su cuerpo cubierto de tatuajes. Tras el amoroso y caritativo hombre de familia que pretendía ser John Wayne Gacy se ocultaba el homicida de 33 varones de entre 9 y 20 años de edad. Gacy no usaba una máscara para cometer sus crímenes, sino el maquillaje de un payaso como
herramienta de seducción y una forma de mimetizarse socialmente –incurren en un error frecuente los estudiosos que afirman que daba rienda suelta a su oficio carnicero ataviado de payaso, aunque la imagen es interesante por estremecedora-.
Con el referente del payaso, es especial el caso del delincuente sin nombre conocido como El Guasón, “un agente del caos” que utiliza maquillaje para vestir su deformidad y producir miedo en sus víctimas, del mismo modo que el malogrado Eric cubría su rostro con una careta para deambular por los sótanos de la Casa de la Ópera de Paris. Machine, el sádico asesino de la película 8mm. de Joel Schumacher, reúsa despojarse de la suya, aún cuando Nicholas Cage le apunta con una pistola a la cabeza. Y es que, como bien me hizo notar mi esposa, “Sin ella no es nadie; es un hombre ordinario. Un hijito de mami”. También en el terreno de la ficción, recordemos a Patrick Bateman –que en su apellido rinde homenaje a otro popular asesino de la ficción-, el yuppie hedonista, carismático, exitoso, melómano, adicto a la pornografía, al sexo violento y homicida que protagoniza la novela Psicópata americano de Brett Easton Ellis. En su traslación a la pantalla grande –dirigida en el año 2000 por Mary Harron-, el personaje (Christian Bale) reflexiona mientras se retira una mascarilla facial para mantener la lozanía de su rostro de 27 años: “Tengo todas las características de un ser humano, piel, sangre, cabello… pero ninguna emoción clara e identificable, salvo codicia y desprecio. Algo horrible está sucediendo dentro de mí y no sé por qué. Mi sed nocturna de sangre se ha desbordado a mis días. Me siento letal, al borde del furor. Creo que mi máscara de sanidad está por desaparecer”.
En la televisión brilla el caso de Dexter Morgan (Michael C. Hall) –personaje creado por el novelista Jeff Lindsay- , el amable analista de indicios hemáticos convertido en asesino serial –un asesino serial de asesinos, de hecho-. En uno de sus más brillantes episodios, justo antes de dejar caer la jaula sobre su siguiente víctima –un abusivo psiquiatra-, le realiza una liberadora confesión en medio de una sesión terapéutica: “soy un asesino en serie”. Es liberadora porque Dexter está conciente del peso de su necesidad de ser socialmente aceptado: mantiene una relación sentimental con una madre soltera, es confidente, apoyo incondicional y consejero de su hermana (“si pudiera sentir amor por alguien, sería por Debra”) y tiene una relación cordial con sus compañeros de trabajo –incluso participa en un equipo de boliche y bebe cervezas con ellos-, todo esto sin experimentar sentimiento o vínculo alguno. Tanto Bateman como Dexter, sin olvidar a sus pares de la vida real, usan máscaras de sanidad de las que se despojan a la menor provocación. Demuestran que el monstruo más terrible es el que encuentra a nuestro lado, el que no utiliza una máscara de hockey o una de halloween, el que vive dentro de nosotros. El que puede estar en el asiento contiguo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El viaje siempre posible

Una noche de julio de 1985 crucé el umbral, en compañía de mis padres, del desaparecido cine Dorado 70. Me llevaban a ver Volver al futuro, entusiasmado porque Steven Spielberg –mi ídolo entonces por Tiburón (1975) y E.T. (1982)- endosaba su nombre a la producción. Durante casi dos horas me reí, angustié, emocioné y comprobé –como el cinéfilo de 12 años que era- que el cine era una experiencia mágica. Hace unos días, gracias a un video que colocó en la red mi amigo Carlos del Río, cobré conciencia que habían pasado 25 años desde aquella velada inolvidable. En el video, extraído por algún devoto del celuloide, aparecieron los actores Michael J. Fox y Christopher Lloyd aceptando un Scream award, galardón otorgado por los seguidores del horror y la fantasía, por la trascendencia de la cinta. Y no puedo evitar confesar que ver a la dupla –el primero presa del terrible Mal de Parkinson-, la mezcla de la fabulosa partitura de Alan Silvestri y la música de Huey Lewis and the news acompañando segmentos notables de la película y el automóvil diseñado por Giorgetto Giugiaro para la De Lorean Motor Company, me conmovió profundamente, casi hasta las lágrimas.
Con el paso de los años pude descubrir la influencia de Julio Verne y H. G. Wells en el guión de Robert Zemeckis y Bob Gale, de la memorable imagen donde el actor de cine mudo Harold Lloyd cuelga de un reloj en la cinta ¡Por fin a salvo! (1923) y del cine de ciencia ficción y de serie B de los años cincuenta –parte importante de la trama es el más popular personaje de La Guerra de las Galaxias (Lucas, 1977)-.
Volver al futuro tuvo dos secuelas que, si bien son divertidas, no hacen justicia a su hermana mayor. Es inevitable reconocer la influencia que generó en series de televisión contemporáneas como Héroes o Fringe. La última hace referencia a un mundo paralelo al nuestro, donde la cinta es protagonizada por Eric Stoltz, el actor que originalmente iba a encarnar a Marty McFly.
La trama de Volver al futuro es conocida por todos. La programan continuamente en la televisión abierta y de paga. Forma parte de la colección de películas de casi todas las personas de mi generación. Por eso reproduciré la opinión autorizada de Ernesto Diezmartínez, justa y emotiva, aparecida esta mañana en la sección Primera fila del periódico Reforma, con motivo de su reestreno en los cines.

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Recuerdos del porvenir
Ernesto Diezmartínez

El recuerdo es imborrable. Y apenas hoy, a 25 años, le hago justicia.
Me refiero a que la última imagen de Volver al futuro (Back to the future, EU, 1985) –el DeLorean volando en el aire- se grabó en mi memoria desde su estreno.
Pero, curiosamente, nunca había escrito al respecto, por más que sea una de mis películas favoritas de los 80. Ahora, ante el reestreno por los 25 años del filme, pago mi deuda.
El cuarto largometraje de Robert Zemeckis puede no ser el más influyente de su carrera –yo apostaría por la fusión de acción viva y animación de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988)- ni ha sido la más premiada –ese honor es de Forrest Gump (1994)-, pero sí es la más cercana a la perfección. Y, de lejos, la más divertida.
Parte inicial de una trilogía que se volvería farragosa en su segunda parte y encantadoramente autoparódica en su tercer episodio ubicado en el lejano oeste, Volver al futuro representa no sólo el mejor momento para Zemeckis, sino que terminó convertida en una película definitoria de todo su reparto, especialmente del protagonista Michael J. Fox.
Marty McFly, el adolecente encarnado por Fox, viaja accidentalmente al pasado, mediante una máquina del tiempo muy particular –el emblemático DeLorean- construida por su profesor de prepa, el científico-loco Doc Brown (Christopher Lloyd).
Así viaja a 1955, conoce a su destrampada mamá (Lea Thompson), a su perdedor papá George (Crispin Glover) y, sin quererlo, pone en peligro su propia existencia.
La cinta funciona como preciso mecanismo de relojería: casa diálogo o hecho que McFly escucha/dice/vive en 1985 tendrá relación con algo que sucederá en 1955 y viceversa.
Pero estamos lejos de una ciencia-ficción-rompe-cocos: las paradojas temporales de la cinta se resuelven con una livianidad y una gracia envidiables, a través de una mecánica perfecta del gag verval y visual, y un emocionante desenlace anacrónicamente griffithiano, con autosalvación de último minuto y con el reloj, implacable, avanzando. Una obra maestra.

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Hoy, 25 años después, Volver al futuro se mantiene vigente y demuestra que el viaje en el tiempo sí es posible. Sólo se necesita de una bolsa de palomitas y la voluntad para presionar la tecla de un control remoto.

martes, 2 de noviembre de 2010

Bienvenidos todos los muertos

En la noche de difuntos no hay que andar
ni hay que salir a caminar,
fantasmas hay que nos dan horror
pero el Sin Cabeza es el peor.
Advertencia de Germán Valdés, Tin-tán.

Desde que era niño el Día de Muertos es mi celebración favorita, por encima de la Navidad, el Día de Reyes o el 14 de febrero. Fantasmas, brujas, vampiros y hombres lobo –como ustedes saben- son algunos de los seres que habitan en mis primeros recuerdos. Forman parte importantísima de mi presente y sin duda acompañarán mi futuro. Un rito obligado de la fecha, junto con las calaveras de azúcar, los disfraces y la ofrenda, era ver el extinto programa de televisión Disneylandia, donde exhibían un segmento de la película Las aventuras de Ichabod y Mr. Toad (James Algar, 1949), con el maravilloso doblaje de Germán Valdés, Tin-tán. Años después descubrí que estaba basada en el cuento Sleepy Hollow (1820), de Wasington Irving, uno de los escritores capitales de la incipiente literatura norteamericana, que se puede consultar en línea. La historia, incluida en la versión novelada de la película de Tim Burton (Ediciones B, 2000), se nutre del folklore de la América rural de la época e introduce a la escena literaria a uno de los espectros más populares de nuestros días:

Los historiadores de la región más dignos de aprecio aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las versiones que se dan sobre el Jinete decapitado, y tras haberlas contrastado, han llegado a la conclusión de que el cuerpo de aquel soldado recibió sepultura en el camposanto de aquella iglesia junto a la que se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por las noches y pena en busca de su cabeza en lo que fue campo de batalla; después, antes de que amanezca, ha de regresar a su tumba... Por eso atraviesa a galope tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.

Este fue un breve viaje a la infancia. Como ustedes lo prefieran, recuerden a sus muertos y disfruten de este día.