jueves, 27 de febrero de 2014

El extraño caso del Señor Disney y la Señora Poppins

Lo primero que hay que aclarar es que la película El sueño de Walt Disney (2013), producción británica-australiana-estadounidense dirigida por John Lee Hancock a partir de un guión de Kelly Marcel y Sue Smith, se llama originalmente Salvando al Señor Banks. El título por el que la conocemos en nuestro país se debe sin duda al enorme peso de la figura del animador y empresario en la historia, aunque no es el protagonista. Esto me da pretexto para hablar del sentimiento amor-odio que tengo por él. Confieso que jugó un papel decisivo en mi interés por la fantasía desde temprana edad. Las visitas con mi madre al extinto Cine Continental de esta gloriosa y decadente Ciudad de México, recinto sagrado que está a meses de ser derrumbado, son parte de mi formación como amante del Séptimo Arte. Y lo mismo ocurrió a muchos, pese a que comúnmente se niegue. Gracias a esas películas, de Blanca Nieves (1937) a Bambi (1942), de Dumbo (1941) a Peter Pan (1953), de 20 mil leguas de viaje submarino (1954) a El gran ratón detective (1986), me interesé en conocer las versiones originales que las propiciaron. Ahí nació mi romance con la literatura y la razón que me hizo despreciar sus productos. Basta leer Cenicienta –en la versión de su preferencia, sea la escrita por Charles Perrault o los Hermanos Grimm- para darse cuenta de las enormes diferencias respecto a lo que conocimos en la pantalla grande: adaptaciones edulcoradas de relatos que nos ayudaban a lidiar con los temores de nuestra infancia en la transición a la adolescencia. En muchos modos no podemos culpar a Disney. Esa fue la fórmula que le permitió convertirse de un humilde dibujante en un magnate que conquistó todos los medios de comunicación. Supo beneficiarse de la fantasía de los niños y los bolsillos de sus padres para construir un gran negocio. Y eso no lo que me disgusta. Ya lo dijo el Guasón del difunto Heath Ledger: “si eres bueno en algo, nunca lo hagas gratis”. Lo que me causa serios conflictos es que lo comercial corrompa la esencia de las cosas. De ahí viene mi temor por su reciente adquisición de Marvel Comics y la franquicia Star Wars. Me indigna profundamente ver al robot R2-D2 (conocido como Arturito en estos rumbos) con unas orejitas de Mickey Mouse.
Pero regresemos a Salvando al Señor Banks. Es un recuento, que oscila entre el drama y la comedia, de los hechos que hicieron que la novelista británico-australiana Pamela Lyndon Travers (Emma Thompson) vendiera a Walt Disney (Tom Hanks) los derechos para trasladar al cine a su más popular creación –la niñera mágica Mary Poppins-, una negociación que se prolongó por veinte años y demostró una de dos cosas: el genuino anhelo de Disney por contar la historia (“es una promesa que hice a mis hijas”) o su convencimiento por su potencial económico. Si toda obra de arte posee rasgos autobiográficos, la de Travers –nacida como Helen Lyndon Goff- no es la excepción y relaciona terribles recuerdos de su infancia con el personaje que detona los acontecimientos de Mary Poppins, el rígido banquero George Banks. Esto la convirtió en una mujer absurdamente exigente que grababa en audio todas sus sesiones de trabajo de escritorio –cosa que acompaña los créditos finales- y despreciaba cualquier intento porque su texto –el primero de una serie- se convirtiera en un musical animado. Al final descubrimos que ambos, Disney y Travers, son perseguidos por demonios similares. Sólo que eligen exorcizarlos de maneras diferentes. Y de paso conocemos un poco de Disney, descripción que deliberadamente lo engrandece (“odia que lo llamen Señor Disney. Prefiere que le digan Walt”) como un individuo generoso, amable y tenaz pero evade profundizar en la especulación sobre los derechos autorales de la insignia de su Imperio. “El ratón es mi familia”. Era previsible que la Compañía Disney, parte obligada del proyecto por razones legales, solicitara que su fundador fuera interpretado por un actor reconocido, en este caso uno que ha ganado dos veces el codiciado Óscar y, como está más allá del bien y del mal, ha aparecido en la película de Los Simpson (“Hola, soy Tom Hanks. Como el Gobierno de Estados Unidos ha perdido su credibilidad, me ha pedido prestada la mía”) o bailando “El chicharito” en un programa de la cadena de televisión latina Univisión.

Salvando al Señor Banks es una película impecablemente realizada, con una muy competente fotografía de John Schwartzman, una gran recreación de época de Lauren E. Polizzi y Susan Benjamin, y una emotiva partitura de Thomas Newman. También cuenta con las actuaciones secundarias de Paul Giamatti, Bradley Whitford y Collin Farrell. En resumidas cuentas, es una buen biopic. No más, no menos. Sigo en espera de un filme que profundice en los claroscuros de Disney, el hombre. Porque en la vida real no todo es hermoso. Pero eso seguramente sería obstruido por una industria que protege y busca dar un aura de santidad a sus mitos porque, nos guste o no, Walt Disney lo es. 

martes, 25 de febrero de 2014

Réquiem por Harold Ramis

El guionista, productor, actor y director Harold Allen Raimis dejó de respirar en su casa, la mañana del pasado lunes, debido a complicaciones de la vasculitis inflamatoria autoinmune con la que luchó por cuatro años. Acababa de cumplir 69.
En muchos sentidos fue un héroe anónimo. Inició su carrera como escritor en su natal Chicago, donde descubrió una afinidad natural por la comedia, género en el que se movió cómodamente por cuatro décadas y le permitió posicionarse en el negocio del espectáculo. Su labor cimentó populares programas de televisión como el canadiense Second City Television y Saturday Night Live, verdadera tradición estadounidense, donde se relacionó con celebridades de la comedia de la época como John Belushi, Rodney Dangerfield, Chevy Chase, John Candy, Rick Mornis, Martin Short, Dan Aykroyd y, tal vez el más popular de todos, Bill Murray. Sobra decir que Ramis tuvo una discreta participación actoral en muchos de ellos, pero el campo en el que recibió mayor reconocimiento fue la escritura y la dirección, que rebasó la televisión y lo instaló sólidamente en la industria cinematográfica. 
Le debemos hilarantes cintas como Caddyshack (creo que aquí la rebautizaron como Los locos del golf, 1980), los guiones de El pelotón chiflado (Stripes, Ivan Reitman, 1981), las películas desprendidas de la revista National Lampoon (Sátira nacional), Colegio de animales (National Lampoon´s Animal House, John Landis, 1978), Vacaciones (National Lampoon´s Vacation, dirigida también por él en1983), Mis otros yo (Multiplicity, 1996), Analízame (Analyze this, 1999), Al diablo con el diablo (Bedazzled, 2000) y, la mejor de todas, Hechizo del tiempo (Groundhog day 1993), aparente comedia romántica que resume la esencia del horror y lo fantástico.
Pero sin duda será mejor recordado por su papel del cerebral parapsicólogo Egon Spengler en Los Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984), filme que fusiona exitosamente la comedia y el horror a partir de un libreto del mismo Ramis y su colega Dan Aykroyd. Su éxito abrumador propició una dispareja pero entrañable secuela –en 1989- y un colorido serial de dibujos animados. Todos forman parte indispensable de mi educación sentimental. De ellos disertaré en un futuro no distante. Es una deuda de honor.
La partida de Ramis deja en la orfandad parcial un proyecto muchas veces aplazado: su idea de escribir con Aykroyd una tercera aventura de Los Cazafantasmas. Su iniciativa me parecía riesgosa en muchos sentidos. El propio Bill Murray, cuya carrera se benefició de su socarrón parapsicólogo Peter Venkman, negó en repetidas ocasiones cualquier vínculo con la producción. Seguramente advertía el inclemente paso del tiempo. Ramis, por su parte, debió estar convencido de la vigencia de los clásicos y del potencial económico de la nostalgia –pregunten si sirve a Sylvester Stallone-. Porque en apariencia su comedia parecería superada por lo escatológico, el cinismo y la vulgaridad que reina en nuestros días. No sé si veremos cristalizado su anhelo. Una parte de mí, en el fondo, lo desea.

Ramis fue al encuentro del mundo que exploró su personaje más popular. Su legado pervivirá sin duda alguna. Debió partir con la satisfacción del que gozó plenamente su oficio y conoció en vida, más allá de cualquier duda, las risas y la gratitud de su público y generaciones posteriores. Descanse en paz. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Tercera caída

"Dígame, Watson: ¿no siente usted una especie de escalofrío o estremecimiento cuando mira las serpientes en el parque zoológico y ve esos bichos deslizantes, sinuosos, venenosos, con su mirada asesina y sus rostros malignos y achatados? A lo largo de mi carrera he tenido que vérmelas con cincuenta asesinos, pero ni el peor de todos ellos me ha inspirado la repulsión que siento por este individuo".-Sherlock Holmes en La aventura de Charles Augustus Milverton (1904) de Arthur Conn Doyle.

Han pasado varias semanas desde el final de la tercera temporada de la teleserie británica Sherlock, así que asumo que todos lo han visto y puedo escribir libremente. Su último voto (His last vow), cuyo guión es autoría del co creador del programa Steven Moffat, toma como base uno de los cuentos escritos por Arthur Conan Doyle sobre su personaje más prestigiado, La aventura de Charles Augustus Milverton, y juega con el título –y hace referencias- de su aparición final, Su último saludo al escenario (His last bow, 1917).
Para comenzar, muchos podrían cuestionar su desenlace. El mismo Holmes (Benedict Cumberbatch) aclara su posición. Dice a su enemigo “No soy un héroe. Soy un sociópata altamente funcional”, antes de hacer lo inesperado. Su decisión, pese a lo que nos aclara, es la de la persona que está dispuesta a sacrificarse, a mancharse las manos y renunciar a su esencia, en aras de lograr el bienestar de otros. ¿No es eso ser un héroe? El malo del capítulo es Charles Augustus Magnussen, encarnado por el actor danés Lars Mikkelsen (muchas seguramente le dirán cuñado, pues es hermano del muy famado Mads Mikkelsen, mejor conocido por ser el Hannibal Lecter televisivo). Su apellido original seguramente fue cambiado pues Milverton suena muy semejante a Middleton, la madre de un potencial heredero al trono de Inglaterra. De ser un tratante de arte –como lo describe Conan Doyle- se nos presenta como un magnate de los medios de comunicación, muy en deuda con William Randoph Hearst o Rupert Murdoch. Es un sujeto poderosísimo, frío, sin escrúpulos y vulgar que usa los secretos de los demás para beneficiarse. Un chantajista de altos vuelos, que opera ante la mirada impávida del Gobierno Británico. Es justo por ello que una de sus víctimas decide acudir a la Calle Baker. Conan Doyle seguramente tuvo en cuenta un caso de la vida real para escribir su historia: el del chantajista Charles Augustus Howell, muerto en condiciones misteriosas en 1890.
Otras referencias holmesianas no se hacen esperar, desde la adicción del protagonista, Los irregulares de la Calle Baker o la primera aparición literaria de la Señora Watson, con esas enigmáticas letras A. G. RA. Luego está la presentación de Holmes como un hombre de familia, la segunda aparición de sus papás (los veteranos actores Wanda Ventham y Timothy Carlton, verdaderos progenitores del protagonista) y la muestra del poder de Mycroft Holmes (Mark Gatiss). Los giros de la historia, que no dejan de recordarme a Señor y Señora Smith (Doug Liman, 2005), no me hacen del todo feliz pero son congruentes con la personalidad de Watson (Martin Freeman), adicto inconsciente a relacionase con personas conflictivas.
Los momentos finales del capítulo, el regreso inmediato del Viento del Este de su aparente exilio para enfrentar a su Némesis resucitado, no deja de causarme la más grande emoción y abre las puertas a un verdadero reto para Moffat y Gatiss: crear una historia completamente nueva, no basada inmediatamente en un texto de Conan Doyle. Porque desde un principio nunca visualicé a James Moriarty (Andrew Scott) como un criminal ávido de una presencia mediática. Mucho menos de intervenir todas las señales de televisión de un país entero para preguntar burlonamente “¿Me extrañaron?”.

Lo único cierto: “Inglaterra siempre necesitará a Sherlock Holmes” y “el juego nunca termina”. Pero para cerciorarnos tendrá que pasar –al menos- un largo año. Espero ansioso.

martes, 11 de febrero de 2014

Feliz primer siglo, Bill Finger

El pasado 8 de febrero, el mismo día que Julio Verne y Charles Dickens celebrarían sus onomásticos, el escritor estadounidense Milton Finger –quien firmaba sus obras como Bill Finger- cumplió su primer siglo de vida.
Su nombre ha quedado prácticamente sepultado en los anales de la historieta, más porque el mérito autoral del más popular de sus personajes –Batman- siempre ha sido atribuido únicamente al dibujante Bob Kane. Es cierto que allá por 1938 cuando los ejecutivos de National Publications –hoy DC Comics- se percataron del impresionante éxito económico del recién nacido Supermán, inmediatamente encargaron a este último la creación de un nuevo héroe que emulara sus pasos. A cambio de esto, recibió –además de sus honorarios- control y crédito absoluto sobre la historia. Finger se unió posteriormente al equipo creativo. Y antes de continuar debo que aclarar que no pretendo minimizar el mérito de Kane. La iniciativa fue suya, cierto, pero él –en palabras de Finger- visualizó a un justiciero muy diferente al que conocemos, “más semejante a Supermán, con leotardos rojos, sin guantes, con un pequeño antifaz, balanceándose en una cuerda con dos alas de murciélago y un gran anuncio que decía The Bat-Man”.
La intervención de Finger modificó dramáticamente la apariencia planeada por el dibujante, con un disfraz negro y gris, una máscara y unas enormes alas de murciélago, que pendía de una cuerda amagando a un delincuente, mientras sus cómplices contemplan el momento. Así lo muestra la ya mítica portada del número 27 de Detective comics, aparecida en mayo de 1939. Finger no sólo dio nombre a su problemática urbe –Ciudad Gótica-, creó al Comisionado James Gordon y muchos de sus más importantes aliados y enemigos –la del Guasón es una historia aparte-. Y su más valiosa aportación –además del nombre de su alter ego Bruce Wayne y decidir cambiar las alas por una capa-: fue el responsable de darle un trágico origen. Sin su colaboración, el personaje carecería de una motivación poderosa. Es por ello que se mantiene vigente y que el próximo mes de mayo cumplirá 75 años de vida.
El mismo Kane dijo en 1989, “Ahora que mi viejo amigo y colaborador se ha ido, tengo que admitir que Bill nunca recibió la fama y el reconocimiento que merecía. Él era un héroe anónimo. Nunca pensé en darle crédito y él nunca me lo pidió. A menudo le digo a mi esposa que si pudiera volver atrás quince años, antes que él muriera, me gustaría decirle voy a poner tu nombre al lado del mío. Te lo mereces”. No sé si alegrarme por su tardía declaración. Lo cierto es que debió llevarla a cabo cuando estaba vivo.
El reconocimiento que Finger alcanzó en las redes sociales por su centenario fue avasallador. Me enorgullece decir que aporté mi granito de arena. Uno de sus más fieros defensores es el Dr. Travis Langley, profesor de psicología forense en la Universidad Estatal Henderson en Arkadelphia, Arkansas, gran estudioso del Noveno Arte y autor de Batman and Psychology: A Dark and Stormy Knigh (Wilety, 2011). Él es parte de un proyecto documental, junto con Athena Finger –su única nieta-, el veterano editor Dennis O´Neill, el productor ejecutivo Michael Uslan, Marc Tyler Nobleman –autor de Bill the Boy Wonder: the secret co-creator of Batman- entre muchos otros por vindicar al escritor, titulado The Cape Creator: A Tribute to Bat-Maker Bill Finger. Y el mismo Langley es más que convincente:
“Es tiempo de hacer las cosas bien. Si amas a Batman, a las historietas, a las películas pero si sobre todo amas la verdad, ayúdanos a celebrar la vida y obra de Bill Finger”.


domingo, 2 de febrero de 2014

Frankenstein, héroe de acción

Pensaba derramar melcocha sanguinolenta las siguientes semanas, pero hago una pausa apremiante. Ahora que lo pienso, nunca he escrito en este blog –a plenitud- sobre Frankenstein, la novela indispensable que escribió en 1816 una jovencita inglesa de 17 años llamada Mary Wollstonecraft Godwin, conocida tras sus nupcias como Mary Shelley. He analizado a detalle el tema en otros espacios, como uno muy reciente en la Universidad Nacional. Dudo mucho que ella imaginara las dimensiones que su creación alcanzaría, un relato imperecedero con lecturas inagotables. “Es más una novela filosófica que fantacientífica”, piensa el comunicólogo español Román Gubern. Isaac Asimov, el admirado autor de Yo, robot, está de acuerdo con él y añade que “lo importante es que se trata del primer cuento en el que la vida se crea sin intervención divina, únicamente por medios materiales”. Vicente Quirarte asegura que “en tiempos de estudios de género, clonación e ingeniería genética, la novela de Mary Shelley dista de ser una ficción para el consumo efímero”. Esto es muy cierto. Desde su publicación en los primeros días de 1818, Frankenstein nunca ha estado fuera de circulación y se ha traducido a prácticamente todos los idiomas. Más allá, ha sido adaptada a todos los medios creados por el hombre: teatro, cine, historieta, series de televisión, Internet y videojuegos.
Precisamente la más reciente que nos ha entregado el séptimo arte es Yo, Frankenstein (2014), segundo largometraje del australiano Stuart Beattie, quien además es responsable del guión (también escribió los de Piratas del Caribe: la Maldición del Perla Negra, Colateral, 30 días de noche y G. I. Joe: el origen de Cobra). Se basa en la novela gráfica homónima de Kevin Grevioux. El caso de éste último es curioso. Es más recordado por interpretar a Raze, el enorme y fiero Lycan –el incondicional de Lucian- en Inframundo (Len Wiseman, 2003) e Inframundo: La rebelión de los Lycan (Patrick Tatopoulos, 2009) y es responsable de la idea original propició la saga. Desconocía su vasto currículum académico, su gran labor en el mundo de los cómics y que realizó el primer libreto del filme del que hoy hablo.
La película no pretende explorar –ni alcanzar- la profundidad ética, científica y moral de la obra que la inspira. Es un entretenimiento simple y llano, un espectáculo visual lleno de piruetas y combates que captura al espectador desde el inicio. Tras una versión muy libre del desenlace de la historia que conocemos, la Criatura (Aaron Eckhart) entierra el cadáver de su irresponsable padre (Aden Young), cuando un par de demonios pretenden capturarlo por órdenes de su superior. Acuden a su rescate Ophir (Caitlin Stasey) y Keziah (Mahesh Jadu), dos guerreros de la bondadosa y milenaria Orden de las Gárgolas, y lo llevan a una enorme Catedral –en una ciudad sin nombre- ante su Reina Leonore (Miranda Otto), quien prefiere llamarlo Adam, como el primer hombre según la creencia más difundida. Doscientos años después, los demonios reactivan sus planes. El malvadísimo Príncipe Naberius (Bill Nighy) y su malencarado guarura Dekar (el propio Grevioux), a través de su infame empresa y la inocente científica Terra (Yvonne Strahovski) pretenden duplicar los descubrimientos de Víctor Frankenstein, plasmados en un diario que no deja de recordarme el que Mel Brooks nos mostró en 1974 en El joven Frankenstein: “Cómo lo hice. Por Víctor Frankenstein”.
La combinación de gárgolas, demonios y ciencia parece difícil de asimilar. Pero como dije, la cinta no admite academicismos. Tampoco omite homenajes (“¡Está vivo! ¡Está vivo!”) e imágenes que remiten inmediatamente a las cintas de Inframundo, en una urbe donde estruendosas batallas pasan completamente desapercibidas. Y además, Beattie busca la excusa para mostrar el musculoso torso desnudo del protagonista, que incluso le valió la portada de la revista especializada Muscle and Fitness eso sí, lleno de cicatrices. Y finaliza con el obligado discurso heroico en la azotea de un edificio, con la Criatura asumiendo su nueva cruzada y el nombre por el que la conocemos y que, con justicia, le pertenece.

Dicho esto, considerando sus antecedentes, no me parece difícil que Frankenstein cruce su camino con el de la vampira Selene (Kate Beckinsale) de Inframundo. Si esto ocurre, la idea vino de aquí y merezco regalías por ello.