martes, 3 de marzo de 2015

Réquiem para Leonard Nimoy

Que las figuras que admiraste en tu infancia comiencen a fallecer es terrible. Esto marca el final tangible de una era, generalmente más simple, asociada a sucesos que definieron al adulto que eres hoy. También es signo de tu propia mortalidad. Cuando hace unos años expiró el actor Jerry Orbach, quien por más de una década encarnó a uno de los más entrañables detectives de la televisión, sentí un profundo pesar. Nunca tuve el placer de conocerlo físicamente, por lo que para muchos puede ser una reacción exagerada, pero lo seguí de manera regular en mi juventud. Su muerte –si bien anunciada por el cáncer contra el que luchaba- fue como la de un tío lejano, a quien quisiste mucho aunque no lo veías todos los días. Lo mismo ocurrió cuando mi amigo Bernardo Esquinca me informó, a través de un mensaje de texto a mi teléfono celular, del deceso de Ray Bradbury. En ese momento me encontraba rodeado de cientos de personas, en un congreso de ciencias forenses. Aun así no pude reprimir un nudo en la garganta ni el enrojecimiento en mis ojos. Ambos ejemplos, por sólo mencionar dos, fueron artistas que marcaron a generaciones de amantes de la ciencia ficción que conocieron la gloria y el reconocimiento de una manera que sólo podemos imaginar. También eran hombres, tan frágiles como tú y yo. Sabíamos que su camino en este mundo estaba por concluir, que habían vivido plenamente el tiempo en que habitaron este mundo, pero eso no hizo menos dolorosa su pérdida. Es la inevitable ley de la vida, nos guste o no.
El viernes pasado me encontraba frente al teclado en el que escribo estas palabras cuando me enteré de la muerte de Leonard Simon Nimoy, actor que obtuvo la inmortalidad gracias al papel del Sr. Spock en la odisea televisiva Viaje a las estrellas, programa creado en 1966 por otra leyenda, Gene Rodenberry. Tenía 83 años de edad, casi 84. No pude evitar sentir un vacío en el estómago. Desde hace más de un año enfrentaba una enfermedad pulmonar, aunque abandonó el tabaquismo hace casi tres décadas. Nimoy, nacido el 26 de marzo de 1931 en Boston, Massachusetts, hijo de inmigrantes judíos de Ucrania, sintió una atracción desde temprana edad por las artes escénicas. Esto lo llevó preparase y eventualmente a participar interpretando papeles menores en programas como Perry Mason, Dragnet, La Dimensión Desconocida, Bonanza, Policía de Caminos y El Agente de C.I.P.O.L. Pero su consagración definitiva llegó al portar la piel del cerebral vulcano en la serie que ya mencioné, hijo de un padre extraterrestre y una madre humana, puente entre civilizaciones que conoció de frente la discriminación y el rechazo –el bullying de nuestro tiempo- por ser un producto del mestizaje entre su elevada raza y una inferior. Es innecesario decir que inmediatamente gozó de una inusitada popularidad que siempre utilizó de la manera más benéfica. Hace unos días leí una carta que en su momento de mayor fama le envió una niña, hija de un padre blanco y una madre negra, en la que la menor le aseguraba que comprendía cabalmente el drama del niño Spock pues lo vivía cotidianamente. Nimoy le conminó a no hacer caso de las burlas de sus condiscípulos y a mantenerse fuerte, pues eso no era algo que debería avergonzarla.
Sus actos humanitarios, su labor como divulgador de las consecuencias del holocausto Nazi, su pasión por la fotografía y la poesía, su incursión en el canto, su labor teatral, su presencia en otras series de televisión –siempre lo recuerdo en Misión: Imposible o presentando la serie En busca de…-, todos quedaron sepultados por la fascinante sombra de Spock, personaje que encarnó en la televisión, el cine –en 8 ocasiones-, videojuegos y caricaturas. Spock siempre ocupó un lugar especial en una redituable franquicia muy viva a casi 50 años de su creación. Ha aparecido por igual en incontables manifestaciones de la cultura popular contemporánea. Las tiras cómicas del genial caricaturista tapatío Trino, llamadas adecuadamente Crónicas marcianas, siempre me arrancan sonoras carcajadas, con Spock como segundo oficial del Enterpice Club. Nimoy ha aparecido en numerosos episodios de las aventuras de la amarillenta familia Simpson o en el reciente sitcom The Big Bang theory. En la ficción, el veterano actor tenía una orden judicial restrictiva contra su protagonista Sheldon Cooper (Jim Parsons) por el acoso constante del brillante joven. También fue el enigmático y elusivo genio científico William Bell, fundador de la siniestra y multimillonaria transnacional Massive Dynamics, en el extinto serial Fringe. La escena final de su primera temporada, en la que la desconcertad agente federal Olivia Dunham (Anna Torv) recorre los pasillos de un edificio, llega a una oficina en la que lo recibe un hombre que se oculta en las sombras, resuena en mi memoria. Ella pregunta, “¿dónde estoy?, ¿quién es usted?”. El individuo contesta “la primera pregunta es difícil de responder. La segunda es más simple. Soy Wiliam Bell”. La cámara se aleja de la habitación y revela que se encuentran en un universo paralelo, en el que el World Trade Center neoyorkino sigue en pie. Todo en conjunto es fascinante, en palabra de su personaje más reconocido. En más de una ocasión, mis alumnos me han sometido a la cruel disyuntiva de elegir entre Viaje a las estrellas y La guerra de las galaxias, a riesgo de herir susceptibilidades y aunque soy un devoto de la mitología creada por George Lucas, siempre me decanto por la primera opción.
Hace poco tiempo actuó con su heredero fílmico, Zachary Quinto, en un comercial televisivo de la compañía automotriz Audi. El anuncio exhibía la lucha entre lo nuevo y lo aparentemente obsoleto. Ambos jugaban ajedrez a distancia, gracias a la tecnología. Quinto lo invita a continuar su duelo a la manera tradicional, en un campo de golf. El joven conduce un flamante Audi con encendido digital y utiliza la tecnología GPS, mientras Nimoy conduce un muy clásico y elegante Mercedes Benz. Al encontrarse en el campo, Quinto se muestra condescendiente para para la apuesta. El veterano le dice “técnicamente aun no entramos”, y deja inconsciente a su rival aplicándole un “pellizco vulcano”. Le dice, “nos vemos adentro”.
Los gestos de pesar por la muerte física de Nimoy abundaron. El presidente de su país, Barak Obama, declaró acertadamente “Mucho antes de que ser un cerebrito fuese cool, ya estaba Leonard Nimoy. Me encantaba Spock. Leonard fue un gran amante de las artes y las humanidades, un gran defensor de la ciencia. Pero, por supuesto, Leonard era Spock. Cool, lógico, de largas orejas y equilibrado, el centro de la optimista e incluyente visión del futuro de la humanidad de Star Trek. En 2007, tuve la oportunidad de conocerle en persona. Fue lógico saludarle con el gesto de Vulcano, el signo universal de Larga vida y prosperidad”. Pero las palabras más justas fueron las que le dedicó su hermano no consanguíneo Willian Shatner en su funeral fílmico en los momentos finales de Viaje a las estrellas II: La ira de Kahn (Nicholas Meyer, 1982), la que es para mí mejor película de la saga: “Estamos reunidos para presentar nuestros respetos finales a nuestros amados muertos. Y sin embargo hay que señalar, en medio de nuestro dolor, que esta muerte ocurre a la sombra de una nueva vida, en el amanecer de un nuevo mundo. Un mundo por el que nuestro querido amigo dio su vida para proteger y nutrir. Él no sentía este sacrificio como algo vano o vacío, y no vamos a debatir su profunda sabiduría por su actuar. De mi amigo, sólo puedo decir esto: de todas las almas que he encontrado en mis viajes, la suya era la más humana”.

Gracias por entregarnos tanto, querido Leonard Nimoy. Siempre podré verlo en las interminables repeticiones de sus programas o con sólo presionar la tecla de un control remoto. Sé que sólo regresó al espacio sideral al que siempre nos llevó, a donde usted siempre pertenecerá. Hasta ahí le envío mi cariño y un saludo vulcano.

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