Por más que nos asuste, repugne o
ahuyente, siempre sentiremos una especial atracción por lo diferente. Lo que se
aleje de lo que las convenciones sociales consideren “normal” siempre será
inevitable de ver, aunque sea de reojo. Eso lo comprendieron bien los
habitantes del período Victoriano de
Inglaterra, momento histórico
contrastante donde surgieron algunas de las más importantes contribuciones al
imaginario de la cultura popular contemporánea, del Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde de Robert Louis Stevenson
(1886), El retrato de Doria Gray de Orcar Wilde (1890) al Drácula de Bram Stoker (1897), todas obras inalcanzables con interpretaciones infinitas.
El exotismo y misterio de otras latitudes no dejó de cautivar la imaginación
del hombre victoriano, como demuestran las narraciones de Rudyard Kipling o Henry
Rider Haggard. Más si consideramos que es la época donde el Imperio llegó a
la cima de su supremacía económica y extendió su poderío por todo el orbe: fue
el tiempo en que Alexandrina Victoria,
Reina de Gran Bretaña e Irlanda, y Emperatriz de la India, gobernó a dos
terceras partes de la población mundial.
La investigación y el estudio de lugares y
épocas distantes fueron enormemente populares durante el reinado de Victoria. Así
lo demuestran los numerosos trabajos de campo que exploradores de todas las
procedencias realizaron en Egipto,
entre los que siempre destacarán los del arqueólogo Howard Carter (1874-1939), quien en noviembre de 1922 dirigió un
equipo que descubrió la Tumba del Emperador Tutankhamun. Las supersticiones sobre la maldición que el
hallazgo/profanación desató, se fortalecieron por los misteriosos decesos de
algunos de sus colaboradores, comenzando por el de George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto Conde de Carnarvon, patrocinador de la
búsqueda, muerto el 5 de abril de 1923 (meses después del descubrimiento) como
consecuencia de una rara picadura de mosquito. Pero esa es otra historia.
La Egiptlogía
se convirtió en una disciplina académica a finales del siglo XIX, y
naturalmente sedujo a los más diversos literatos del momento, como la inglesa Jane C. Loudon con la casi desconocida
novela ¡La Momia! o un relato del Siglo 22 (1827), el mismo Stoker con
su Joya
de las Siete Estrellas (1903) y Arthur
Conan Doyle, quien ganó con creces un lugar en la posteridad por crear a Sherlock
Holmes.
En este punto usted podrá preguntarse,
querido lector, cómo fue que el padre del adalid del pensamiento lógico moderno
fue encantado por esta aparente moda. Primeramente hay que aclarar que el
escritor escocés tuvo una abundante obra conformada por ensayos, novelas
históricas, una obra de teatro, relatos de ciencia ficción y estupendos cuentos
de horror que quedaron sepultados bajo la sombra de su fascinante hermano
mayor, el Príncipe de los Detectives. De las creencias de Doyle en la recta
final de su vida, del espiritismo,
su enemistad con su otrora aliado Harry
Houdini y su participación en el controvertido caso de las Hadas de Cottingley, hablaremos en otro
momento.
En Lote No. 249, narración contenida en
el compendio Historias del Crepúsculo y de lo Desconocido (Valdemar, 1994),
Conan Doyle da cuenta del encuentro de tres amigos, estudiantes de la
Universidad de Oxford, con lo imposible de explicar en círculos racionales:
“La propia momia, una cosa horrenda, negra
y arrugada, como una cabeza chamuscada en un arbusto retorcido, estaba casi
afuera de la caja, con una mano que parecía más bien una garra y un huesudo
antebrazo que descansaba encima de la mesa […] Aunque horriblemente
descoloridas, las facciones se conservaban perfectas, y dos ojillos parecidos a
avellanas surgían acechando desde las profundidades de las cuencas negras y
cavernosas. La piel, cubierta de erupciones, aparecía tirante de un hueso a
otro, y una maraña de cabellos gruesos y negros le caía por encima de las
orejas. Dos dientes finos, semejantes a los de una rata, sobresalían por encima
del labio inferior. Tal y como estaba, en una postura encogida, con las
articulaciones dobladas y la cabeza estirada, aquél engendro horroroso sugería
una vitalidad tan grande que el propio Smith se sobresaltó. Las costillas
chupadas, recubiertas por algo que parecía pergamino, estaban al descubierto, y
el abdomen hundido y de color plomizo, mostraba la larga hendidura donde el
embalsamador había dejado su marca. Sin embargo, los miembros inferiores estaban
envueltos en un tosco vendaje amarillento”.
Este cuento es sin duda responsable de
presentarnos a las momias tal y como las conocemos: seres terribles sedientos
de venganza que trascienden los tiempos y la muerte física. La imagen
influenció indisputablemente la caracterización que Jack Pierce diseñó para Boris
Karloff en la inolvidable película que Karl
Freund dirigió en 1932, La Momia, joya de la Época de Oro de
los Estudios Universal. El guión de John L. Balderston, artífice previo de Drácula
(Tod Browning, 1931) y Frankenstein
(James Whale, 1931) introdujo a Imothep,
sin duda la más famosa momia de la cinematografía, de presencia imborrable.
*Texto originalmente publicado en Mórbido Magazine No. 3 bajo el título "De donde vienen las momias".
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